Aprendizaje de muerte y vida

La filosofía se ejerce -se ha ejercido siempre- a pesar de todo. El viento nunca ha soplado a su favor. Tampoco ahora. La nueva ley de educación -la “Ley Celaá”- la deja fuera del currículo obligatorio de la ESO. La asignatura sí estará presente en los dos cursos de Bachillerato, pero los estudiantes que no accedan a él nunca tendrán un contacto académico con la disciplina.

El agravio es terrible. Al ningunear la filosofía, el Gobierno desprecia la reflexión sobre los aspectos fundamentales de la existencia e impide que los jóvenes cuenten con los instrumentos precisos para pensarse a sí mismos en toda su complejidad.

La funesta decisión es, sin embargo, coherente con el espíritu de nuestra época. La mayor parte de la sociedad prefiere vivir de espaldas a los grandes temas, hacer como si no existieran. Nuestra timorata relación con la muerte es buena prueba de ello. Incluso ahora, después de dos años de pandemia, amortiguamos su presencia transformando a los difuntos en meras estadísticas. Sólo pensamos en la muerte cuando nos toca de cerca, cuando una enfermedad, un accidente o un suicidio nos sitúa delante del espejo. Y ese no es el mejor momento para llevar a cabo una reflexión serena y racional.

El mejor modo de pensar la muerte, de aprender a morir y, por lo tanto, a vivir, es la filosofía. No lo digo yo, sino Sócrates. Así lo reflejó Platón al comienzo de nuestra Historia intelectual. Lo recogió en un diálogo clásico que todavía hoy continúa conmoviendo: el Fedón. “Es muy posible, en efecto, que pase inadvertido a los demás que cuantos se dedican por ventura a la filosofía en el recto sentido de la palabra no practican otra cosa que el morir y el estar muertos” [64a]. Con estas palabras, Sócrates trató de consolar a sus amigos, que compartían con él sus últimas horas. No tenía nada que temer porque, como filósofo, había aprendido a mandar el cuerpo a paseo [sic] y a quedarse sólo consigo mismo [65c]. La filosofía le había preparado para la muerte y su actitud ante ella le había deparado una vida plácida y feliz.

Es posible que a muchos de nosotros los argumentos del filósofo no nos resulten convincentes dado que se apoyan en la existencia de un alma ultraterrena, pero su comportamiento continúa siendo ejemplar. Su talante demuestra que es posible reconciliarse con la vida y con la muerte a través del diálogo y de la razón.

La misma cualidad salvífica que posee la filosofía se encuentra en la literatura. Los grandes intelectuales, como Luis García Montero, lo saben. El poeta enviudó recientemente y ha expresado retazos de su dolor en diferentes declaraciones. Uno de sus últimos testimonios ha sido una entrevista magnífica realizada por Luz Sánchez Mellado. El texto merece ser recortado de las páginas del periódico y conservado junto con las cosas preciadas. Se abre con un titular que resume un mundo de afectos complejos (“Los últimos días cuidando de Almudena han sido los más felices de mi vida”) y prosigue con algunas de las preguntas que normalmente preferimos callar. Sánchez Mellado pregunta si Almudena Grandes sabía que iba a morir (la mayor parte de nosotros no lo sabemos). Pregunta cómo se habla de la muerte con alguien a quien le acecha (nosotros sólo conocemos el silencio). Y pregunta, finalmente, cuál es el peor momento del día (podemos negar la muerte, pero no el dolor que inflige). 

Montero ofrece una lección de sabiduría antigua en cada una de sus respuestas, pero hay una metáfora suya particularmente brillante. “La muerte es más bien un animal doméstico con el que convives, pero que hace mucho daño”. La imagen le sirve al escritor para introducir la manera que tiene de pensar la ausencia. “No me pregunto el por qué a mí. Me pregunto por este dolor de ver una sola toalla en el baño, de no verla sentada al ordenador, de sentarme a ver una serie y encontrarme con que la tele está hablando y no me está diciendo nada, porque parece que el sofá donde veíamos la tele es una especie de barca a la deriva y ahora no tiene rumbo ninguno. Esas cosas tan domésticas, tan poco grandilocuentes, marcan este primer momento de la pérdida. Espero que esto se convierta en un proceso de duelo y que la vida pueda volver a cobrar sentido y la ausencia se integre en una nueva manera de estar en el presente”. Durante las últimas semanas, las palabras de Montero han resonado en las redes sociales. Todos hemos comprendido de golpe que la vida y la muerte importan, sí, pero que, además, son urgentes. Se entiende, así, la tragedia inmensa que supone negarle la filosofía a las generaciones que ahora se encuentran en el instituto. El aprendizaje de la vida y la muerte requiere educar la sensibilidad y el intelecto con las herramientas propias de la materia. Sin el ejercicio activo, militante, de la filosofía se empobrece la vida en común, pero también la convivencia estrecha y conflictiva que uno mantiene consigo mismo, desde el primer instante en que ve la luz hasta el último aliento que espira.