El dilema del otro

La prudencia individual es, a menudo, contraproducente. Pensemos, por ejemplo, en los dilemas que nos plantean los vehículos autónomos. 

Si un coche sin conductor tuviera que escoger entre 1) continuar su rumbo y arrollar mortalmente a un grupo de 10 personas o 2) virar drásticamente acabando con la vida de 1 transeúnte, la mayor parte de nosotros preferiríamos que adoptase la segunda opción. Nuestras inclinaciones utilitaristas -que demandan promover el mayor bien del mayor número- se impondrían claramente. 

Algo similar sucede en los casos en los que el vehículo debería sacrificarse a sí mismo y a un pasajero (chocando contra un muro o despeñándose por un acantilado) para evitar causar la muerte de un amplio grupo de personas. La mayor parte de nosotros consideramos que el coche debería proceder evitando el mayor daño posible, incluso si eso significase que un pasajero perdería la vida en el proceso. Es moralmente mejor salvar a 10 o 20 personas que proteger solo a 1.

No obstante, la gran mayoría de la población no estaría dispuesta a comprar un automóvil que se comportase de este segundo modo. Preferiría uno que velase por sus pasajeros a toda costa, incluso si eso supusiera llevarse por delante a decenas de personas. Dicho de otra manera: la mayor parte de la gente no adquiría un coche autónomo que hiciese lo que su moral dicta que debe hacer -promover el mayor bien del mayor número-. A la hora de la verdad, preferimos la alternativa con más muertos, siempre y cuando los cadáveres no lleven nuestros nombres. La prudencia mal entendida se impone a la moral. 

El resultado es obviamente paradójico. Comprar coches que protegen a los pasajeros a cualquier coste provocaría más muertes que comprar coches dispuestos a sacrificar a sus pasajeros para salvar a grupos amplios de personas. Actuar motivados por la prudencia individual sería colectivamente imprudente. Todos saldríamos perdiendo porque todos seríamos, ocasionalmente, los peatones expuestos a un mayor riesgo de atropello. 

Los escenarios aquí planteados fueron discutidos por Azim Shariff e Iyad Rahwan en “The Social Dilemma of Autonomous Vehicles” y nos permiten entender un poco mejor el comportamiento irracional de los estados durante la pandemia. Occidente ha tenido que escoger entre concentrar las vacunas en los países del primer mundo o compartirlas con las zonas más desfavorecidas del planeta. Ha optado, como todos sabemos, por la primera opción. Sabía perfectamente que eso provocaría más infectados y, por lo tanto, más muertes, pero prefirió ignorarlo. Ahora, estamos pagando las consecuencias. Ómicron amenaza con una nueva oleada de Covid también en los países ricos. 

La situación ha sido análoga a la de los posibles compradores de coches autónomos. Compartir las vacunas era más arriesgado para cada uno de los países (porque implicaba disminuir el ritmo de vacunación interno), pero no compartirera más arriesgado para el conjunto de los países (porque favorecía la mutación del virus y su difusión por todo el planeta). Se produjo un conflicto entre lo individualmente prudente (lo que era mejor para cada país) y lo colectivamente prudente (lo que era mejor para todos). La primera forma de prudencia se impuso a la segunda porque los países no fueron capaces de resolver un problema de cooperación. Si hubieran pactado, la situación sería otra muy distinta. 

El dilema de los vehículos sin conductor lo ejemplifica con nitidez. Con independencia de los vehículos que compren los demás, cada uno de nosotros tiene razones prudenciales individuales para adquirir un automóvil que lo proteja a cualquier coste. No obstante, es razonable acceder a comprar un coche que anteponga la seguridad de la mayoría a la de los propios pasajeros a cambio de que el resto haga exactamente lo mismo. Si se pacta para que esto suceda, cada persona asume un riesgo pequeño de morir como pasajero para reducir un riesgo mayor de morir como transeúnte.  

Los países ricos pueden abandonar el impasse contraproducente en el que se han instalado con un pacto análogo. Es razonable que cada uno de ellos acceda a donar recursos para luchar contra el Covid en el tercer mundo a cambio de que el resto también lo haga. Cada país asumiría así un mayor riesgo de infecciones y muertes a corto plazo para reducir un riesgo mayor de infecciones y muertes a medio y largo plazo, tanto en su propio territorio como en el conjunto del planeta. 

Sobre el papel, la solución es relativamente sencilla, pero, a la hora de la verdad, la cosa se complica por culpa del carácter egoísta de las naciones prósperas. Decía el Lucifer de John Milton que prefería reinar en el infierno que servir en el cielo. La tentación de Occidente es muy semejante. Prefiere reinar en el infierno del capitalismo que acatar las normas morales de un paraíso en común.